El jefe más gruñón del mundo nos da lecciones de claridad
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Lucy Kellaway
“Cuando me vean, no me hablen. Cuando yo quiera hablar con ustedes, lo haré. Quiero cuidar mi garganta. No quiero arruinarla sólo para decir buen día a ustedes hijos de…”
Este memorándum fue escrito el 13 de enero de 1978 por un hombre quien luego fue denominado como el jefe más gruñón del mundo. Cuando Edward Mike Davis, el fundador y director ejecutivo de Tiger Oil, murió en septiembre, su cartas misantrópicas se publicaron ampliamente, permitiendo que nos maravilláramos de lo gruñón que era.
Sin embargo, al leerlas me quedé impresionada, no tanto por su rudeza sino más bien por su excelente maestría del género. Cuando se trataba de comunicar un mensaje con claridad, Davis estableció un estándar contra el cual todos los directores ejecutivos modernos deberían ser juzgados.
Otro ejemplo de sus obras de arte dice así: “Yo soy grosero, pero dado que soy el dueño de esta compañía, ése es mi privilegio… Eso me diferencia de todos ustedes y así quiero mantener las cosas. En esta oficina nunca se le permitirá a ningún empleado, ya sea hombre o mujer, decir groserías”.
Tal vez el contenido sea un poco anticuado. La ciencia ha probado que decir groserías en el trabajo puede ser bueno ya que permite que las personas se sientan mejor en ciertas situaciones; excepto cuando un jefe insulta a un empleado, en cuyo caso el resultado es que todos acaban sintiéndose mal y además probablemente es ilegal.
Por lo demás, su estilo es perfecto. Combina los cuatro elementos esenciales que se requieren en un mensaje de la dirección. El primero es la brevedad. El memorándum que prohíbe a los empleados hablar con él sólo contenía 42 palabras; mejor aún, 39 de ellas eran monosílabas.
El segundo elemento es la claridad. Hasta el empleado más distraído o tonto podría entender sus mensajes. El tercer elemento es la sinceridad. Todos quienes hayan leído sus mensajes sabían cuáles eran sus posiciones. Y el cuarto es escoger una meta alcanzable y enseñarles a los lectores cómo alcanzarla.
Ahora comparemos esto con lo que se considera una comunicación clara en el mundo corporativo en 2016. Cerca del momento en el que Davis estaba dando su último suspiro, John Cryan se sentó a escribir la primera de una serie mensual de correos electrónicos a los más de 100.000 empleados de Deutsche Bank con la esperanza de alentarlos a rendir más en el futuro.
He escogido a Cryan como mi ejemplo, no porque sea un comunicador ineficaz, sino porque es considerado un buen comunicador, y a menudo es elogiado por su estilo directo y preciso. Sin embargo no hubiera impresionado demasiado a Davis.
Lejos de ser breve, el mensaje de Cryan contenía 750 palabras y comenzaba con la noticia insignificante de que el director y su esposa recientemente habían escuchado un concierto de Gustav Mahler presentado por la Berliner Philharmoniker antes de llegar al punto principal.
Lejos de ser claro, su mensaje era confuso. La meta era comunicarles a los empleados que deberían ser más innovadores, como los emprendedores de Silicon Valley. Pero al mismo tiempo, él insistió en que cada uno debería funcionar como su propio director de riesgo, lo cual es completamente opuesto a la meta de ser innovador. Entonces, ¿qué estilo estaba promoviendo?
En realidad no importa, ya que ninguno de esos resultados se puede lograr a través de un memorándum. Un empleado puede dejar de decir groserías porque se lo pidió su jefe. Pero no puede adquirir los hábitos de un emprendedor —o director de riesgo— sólo porque haya recibido un correo electrónico pidiéndole que lo haga.
Davis era producto de una era más inocente. La mayoría de sus comunicaciones estaban basadas en una idea central, enunciada en uno de sus memorándums: “Ustedes necesitan el empleo. Yo no”.
Cuarenta años después no es aceptable admitir que el poder no es compartido equitativamente y que en realidad casi todo le pertenece al jefe. Esta verdad es un tabú: por lo que todos los directores ejecutivos necesitan pretender que no son más importantes que ninguno de sus empleados.
Cryan concluye su mensaje con una aseveración completamente insincera: “Si mis compañeros de la Junta Directiva y yo podemos ayudarlos, por favor déjenme saber”.
Está bien que el director de la tienda departamental John Lewis —de la cual estoy a punto de recibir un horno— me envíe un correo electrónico que concluya de esa manera. Pero Cryan es el director ejecutivo de un gran banco quien está intentando mejorar la rentabilidad de su empresa. Él no debería ser obsequioso ni debería extender falsas ofertas de asistencia a sus empleados.
Él debería de haberles comunicado de manera clara y concisa lo que realmente esperaba de ellos.
Y si como resultado de ese esfuerzo fuera considerado un jefe gruñón, valdría la pena.